La idea de la intervención nos surgió al recordar el libro de El Palacio de la Luna de Paul Auster donde se describe el mobiliario hecho con cajas que usa en su apartamento. A continuación ponemos las dos primeras hojas del libro donde se describe el mobiliario:
El
palacio de la luna
Paul
Auster. Edit. Anagrama. Barcelona, 1996.
Fue
el verano en el que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven
entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo
más lejos posible y luego ver que me sucedía cuando llegara allí. Tal y como
salieron las cosas, casi no lo consigo. Poco a poco, vi cómo mi dinero iba
menguando hasta quedar reducido a cero; perdí el apartamento; acabé viviendo en
las calles. De no haber sido por una chica que se llamaba Kitti Woo,
probablemente me habría muerto de hambre. La había conocido por casualidad muy
poco antes, pero con el tiempo llegué a considerar esa casualidad una forma de
predisposición, un modo de salvarme por medio de la mente de otro. Esa fue la
primera parte. A partir de entonces me ocurrieron cosas extrañas. Acepté el
trabajo que me ofreció el viejo de la silla de rueda. Descubrí quien era mi
padre. Crucé a pie el desierto desde Utah a California. Eso fue hace mucho
tiempo, claro, pero recuerdo bien aquellos tiempos, los recuerdo como el
principio de mi vida.
Llegué
a Nueva York en el otoño de 1965. Tenía entonces dieciocho años, y durante los
primeros nueve meses viví en un colegio universitario. En Columbia, a todos los
estudiantes de primer año que no fueran de la ciudad se les exigía vivir en el
campus, pero cuando terminó el curso me trasladé a un apartamento de la calle
112 Oeste. Allí fue donde viví durante los siguientes tres años, hasta el mismo
momento en que toqué fondo. Teniendo en cuenta lo adversa que eran las
circunstancias, fue un milagro que durara tanto.
Viví
en aquel apartamento con más de mil libros. Anteriormente habían pertenecido a
mi tío Víctor, y él los había ido adquiriendo poco a poco a lo largo de treinta
años. Justo antes de que me fuera a la universidad, me los ofreció, en un
impulso, como regalo de despedida. Hice todo lo que pude para rehusarlo, pero
el tío Víctor era un hombre generoso y sentimental, y no me permitió
rechazarlo.
-No
puedo darte mi dinero- dijo- ni consejo. Llévate los libros para complacerme.
Me
llevé los libros, pero durante año y medio no abría las cajas en donde estaban
guardados. Mi propósito era convencer a mi tío de que aceptara que se los
devolviera y no quería que les pasara nada mientras tanto.
Resultó
que las cajas me fueron muy útiles en aquella situación. El apartamento de la
calle 112 no está amueblado, y en vez de despilfarrar mi fondo en cosas que no
quería ni podía permitirme, me dediqué a convertir las cajas en piezas de
"un mobiliario imaginario". Era algo parecido a hacer un
rompecabezas: agrupar las cajas de cartón en configuraciones modulares,
ponerlas en hilera, apilarlas unas encimas de otras, colocarlas una y otra vez
hasta que por fin empezaron a aparecer objetos domésticos. Un grupo de
dieciséis me sirvió de soporte para el colchón, otro grupo de doce se convirtió
en una mesa, otros de siete se convirtieron en sillas, uno de dos en cabecera.
El efecto general era bastante
monocromático, con aquel sombrío marrón claro en todas partes donde miraras
pero no pude por menos de sentirme orgulloso de mi inventiva. A mis amigos les
pareció un poco raro, pero ya habían aprendido de mí a esperar cosas raras.
Imaginad la satisfacción, les explicaba, de meterte en la cama y saber que tus
sueños van a descansar sobre literatura norteamericana del siglo XIX. Imaginad
el placer de sentarte a comer con todo el Renacimiento escondido debajo de la
comida. En realidad, yo no tenía ni idea de qué libros había en cada caja, pero
en aquel entonces era fantástico inventando historias y me gustaba el sonido de
aquellas fases, aunque fuesen mentira.
Mis
muebles imaginarios permanecieron intactos casi un año.
Cogiendo las palabras de Paul Auster se nos ocurrió que nuestra intervención podría estar orientada a dotar de un mobiliario que creemos necesario y a su vez es un elemento temporal que se puede adaptar a los distintos usos quitando las cajas o poniéndolas en otro lugar.
Con la configuración de las cajas que mostramos en la imagen anterior hemos hecho una recreación virtual de como será la intervención en la plaza.